Globalización: Revista Mensual de Economía, Sociedad y Cultura


Abril de 2021

El problema de la Transición en tiempos de “pandemia”
Antonio Romero Reyes


Texto que proviene de la introducción al libro del autor: La Vida o el Capital. El SARS-CoV-2 y los procesos de deshumanización (Lima, Editorial Horizonte, 2020). De libre descarga en formato pdf en academia.edu (www.academia.edu/45411236). Disponible como epub en marka (www.marka.com.pe/collection/la-vida-o-el-capital-libro-electronico).


Así pues, la gran cuestión del siglo XXI es qué sustituirá efectivamente al viejo sistema de poderes que regía el mundo (Hobsbawm, 2000: 64).



Immanuel Wallerstein (1930-2019), el principal teórico del análisis de sistemas-mundo, pensaba el postcapitalismo como la variante más perniciosa del capitalismo actual, en el contexto de sus discusiones sobre la bifurcación que atraviesa este sistema histórico desde los años 70. En los Foros Sociales Mundiales, Wallerstein tomaba partido por el altermundismo y su postulado de “Otro mundo es posible”, pero el escenario en el que estaba pensando y hacia el que proyectaba lo que observaba de las fuerzas sociales reales, era el postcapitalismo; mejor dicho, en realidad estaba pensando en una transición sistémica.

En términos teóricos, la transición sistémica consiste en todos aquellos cambios, tanto en el patrón global de dominación como en los métodos de explotación, desde los niveles más avanzados y de punta propagándose hacia el resto del “sistema” de extracción de plusvalor, sin que todo ello presuponga su desaparición o “derrumbe” (aunque sí una larga agonía). La transición sistémica que viene experimentando el capitalismo, desde hace varias décadas, es una transición hacia otro modus operandi y nada más. El desarrollo de las fuerzas productivas, la cuestión del límite técnico, la reapropiación de la naturaleza, entre otros asuntos vitales (para el capital se entiende), tienen que ver con todo eso. En términos más concretos, la “sociedad de la información”, la producción de conocimiento y las nuevas tecnologías, entre otros asuntos que son allí pertinentes, son formas que han venido transformando aceleradamente y al mismo tiempo tanto la naturaleza relacional del capital como a la totalidad del capitalismo histórico.

La transición histórica, en cambio, es un tema de relaciones de poder-antipoder-contrapoder entre fuerzas sociales y políticas, organizadas o no. Implica un cuestionamiento a fondo del capitalismo como sistema de dominación, sistema de explotación, y patrón histórico de poder; cuestionamiento que en las condiciones actuales del sistema-mundo moderno/colonial solamente puede tener sentido a escala planetaria. La transición histórica nada tiene que ver con el modus operandi del sistema histórico (de ahí la importante distinción con respecto a la transición sistémica), sino con su transformación revolucionaria en el sentido de nuevas relaciones sociales, nueva sociedad, nueva civilización, las cuales podrían influir poderosamente en una transición sistémica radicalmente diferente. En este escenario, transición histórica y praxis son inseparables.

Del 2008 en adelante el capitalismo histórico viene atravesando por una grave transición sistémica debido a la crisis financiera internacional, la reforma del sistema monetario, la desaceleración económica, junto con la recesión y el desempleo en el mundo; agravándose más aun desde el 2020 con el “reseteo” de la economía mundial y la “pandemia”. En este contexto, son los poderes globalistas (las grandes transnacionales y los Estados capitalistas más poderosos, siendo necesario añadir a las elites supermillonarias) los que vienen conduciendo la transición del capitalismo como sistema, pugnando por liderar también esta transición la China “comunista” en alianza con Rusia. En cambio, todos los movimientos de resistencia y anti-capitalistas en el mundo, han estado pensando y actuando solamente “para resistir”, en lugar de prepararse para empujar la crisis sistémica hacia una transición histórica (en el sentido de preparar una revolución mundial) desde todos los espacios del trabajo y la existencia social, así como desde la diversidad y heterogeneidad de los pueblos en sus respectivos territorios. Ciertamente, no todos los movimientos anticapitalistas que surgen de la sociedad se quedan en la resistencia, siendo este asunto un debate pendiente.

En manos del capital el desarrollo de las fuerzas productivas, incluyendo el desarrollo tecnológico, están conduciendo a la humanidad y al planeta hacia la amenaza de destrucción, o, en su defecto, a la perversión y degradación de nuestra especie (deshumanización), en un mundo cada vez más alienado donde las relaciones interpersonales y sociales son manipuladas como relaciones entre cosas (como dice un dicho popular: “el dinero lo puede todo”). Las inequidades y la exclusión son subproductos de ese mundo. Superar realmente la contradicción conlleva una serie de conflictos, en primer lugar, contra la propiedad y el control que ejercen el capital y los grandes capitalistas, que disponen del apoyo abierto de los grandes medios de comunicación, de la protección de los Estados así como de las regulaciones internacionales.

En cambio, la emancipación humana del capital y del poder capitalista, en todos y cada uno de los distintos países, así como a escala planetaria, tiene que ser emprendida desde el otro lado de la contradicción: la transformación revolucionaria de las relaciones sociales. Esta transformación se tiene que emprender necesariamente como un proceso lleno de riesgos e incertidumbres, cuya temporalidad puede durar varias décadas o generaciones; y solamente será la sociedad mundialmente organizada la que ponga los límites a la duración de esta transición histórica.

Así como están las cosas, es posible que en dos siglos más de funcionamiento el capitalismo acabe con todo rastro de vida en el planeta. El problema radica en que este sistema es profundamente depredador, radicalmente explotador y deshumanizador, fanáticamente irracional pero que se camufla eficazmente bajo el manto ideológico de la “modernidad”, el “desarrollo” y del “progreso”.

La humanidad atraviesa por un periodo de transición y de incertidumbre. Desde la implosión de la burbuja financiera, en el 2008, el capitalismo viene siendo direccionado hacia un “nuevo orden” que, expresado como “nuevo” patrón de poder, busca restablecer las condiciones de la acumulación que permita a los grandes intereses capitalistas, en simbiosis con sus respectivos Estados, continuar manejando y explotando y dominando al mundo como una cosa; es decir, continuar indefinidamente con la mercantilización. En su desbocada e irracional carrera por la acumulación y la búsqueda del beneficio a cualquier costo, el capitalismo está volviéndose crecientemente innecesario e inútil, justamente por su peligrosidad, colocándonos ante el escenario de una gran encrucijada histórica: o prescindimos de él o tenemos asegurada la completa extinción. Su “peligrosidad” proviene de la maquinaria de destrucción, cada vez más perfeccionada y racionalizada, en que se ha convertido el capitalismo.

Pero lo que permite y/o coadyuva a la reproducción aparentemente indetenible, en el sentido de que no existe fuerza social ni política en el mundo capaz de contraponer una estrategia de “detente” a la mercantilización-acumulación-racionalización a escala planetaria, con sus consecuencias e impactos de alcance global que ya se conocen, es la perversa dinámica de deshumanización, inferiorización, racialización y exclusión, entre otros procesos, que han generado sociedades apáticas, indiferentes, despolitizadas (o políticamente ingenuas) y consumidoras, pero también vigiladas y controladas. Es una realidad social —sea en el Norte o en el Sur globales— que está atravesada y es moldeada por la colonialidad del poder así como por procesos masivos de alienación, que son sistemáticamente ocultados mediante eufemismos conceptuales como la “sociedad moderna”, el crecimiento económico y el Estado de derecho.

El capitalismo y su específico patrón de poder, moderno/colonial, es comandado ahora por los procesos de racionalización. Derrotadas todas las formas de resistencia en el siglo XX, habiendo sometido al Estado nación y habiéndolo convertido en parte de su mecanismo de reproducción, consolidadas sus “conquistas” materiales y afirmando su hegemonía ideológica, el capitalismo histórico se ha lanzado a buscar asegurar la “conquista” más completa de la vida humana en términos de la subjetividad, el cuerpo y la mente. Esto presupone ahondar y/o profundizar, desde el poder, la dinámica ya anotada de deshumanización-inferiorización-racialización-exclusión, lo cual ha generado un nuevo campo de disputa: la apropiación definitiva y completa del ser humano por el capital, vis a vis la lucha por su emancipación y/o (auto) liberación. En pocas palabras, la contradicción principal en el siglo XXI es entre la Vida y el Capital.

El sistema capitalista, encubierto con el manto del “libre mercado”, está librando una guerra contra la vida en el planeta, incluyendo la vida humana. Parte de este desquiciado (des)propósito es el sometimiento de los valores humanos, de toda ética y principio moral, de la convivencia y hasta de la política, a los intereses que fijan la prosecución del lucro, el culto al dinero y las borracheras (“burbujas”) del mercado como los valores supremos de la sociedad. Una sociedad global cada vez más atolondrada, trastornada y psicótica, manipulable y alienada.

El capitalismo histórico se ha vuelto una fuerza destructiva de alcance telúrico sobre el hábitat de la humanidad (nuestro planeta, la Gaia). Todo lo que se construye/es construido en términos capitalistas y con el membrete de “desarrollo”, en realidad oculta destrucción, despojo, desigualdad y también alienación humana. Esta situación debería llevar a cuestionar directamente no solo el “desarrollo”, el “progreso”, el “crecimiento” y cualquier otra palabra emparentada, sino también al mismísimo capitalismo.

Nunca antes como ahora, en los tiempos que vivimos, había sido tan descomunal el quiebre, la separación, de la relación sociedad-naturaleza, convirtiéndola en una de las tantas relaciones binarias (la naturaleza como exterioridad a ser dominada y sometida a la voluntad humana imbuida con la lógica capitalista), implantadas por la filosofía de la modernidad, o mejor dicho por la visión eurocéntrica del mundo y de la vida.

La globalización ha creado un mundo ficticio, a la vez falaz y crepuscular, por negación y aniquilación, deshumanización y alienación. Hay quienes, como el celebrado filósofo coreano Byung-Chun Han (2014), reducen la enajenación al trabajo cuando la enajenación se ha vuelto en realidad un fenómeno social y universal con la globalización; siendo necesario reconocer que esta enajenación universal fue anticipada por Marx en 1844 a partir de sus estudios sobre el trabajo enajenado, y que él mismo ratifica en los Grundrisse así como en la Contribución de 1859. Si hoy existen individuos aislados, separados, autocomplacientes, autoempleados, autorreferentes, además de indiferentes ante lo social y lo político, es porque la “seducción” del neoliberalismo y su paradigma del mercado los han convertido en seres enajenados. Mientras impere la lógica del capital, donde lo que cuenta para el sistema es aquel que posea dinero, mejor dicho donde el dinero y no el sujeto es lo que cuenta, habrá alienación y habrá enajenación. Lo que hace difícil (si es que no imposible) la revolución, no es —como lo afirmó Han— la “seducción” sino más bien la alienación social; entendiendo por Revolución (con mayúscula) el tránsito a otro modo de vida y de existencia social.

La incertidumbre sobre el futuro, o la cuestión más simple de la sobrevivencia, permiten plantear con mucha preocupación si nos encaminamos, como civilización y humanidad, por la senda que nos lleva a la autodestrucción o, en el mejor de los casos, hacia un “horizonte plomizo” (Bensaïd, 2003: 19) y sin sentido; o si, más bien, estamos siendo conducidos hacia aquel “mundo feliz” vaticinado por Aldous Huxley a comienzos de los años treinta del siglo XX, esa suerte de “utopía totalitaria” donde el individuo vive domesticado por los avances tecnológicos y “ama su servidumbre” al poder; donde la subjetividad e intersubjetividad han sido vaciadas de cualquier aspiración de cambio a través del imaginario, la memoria, la sensibilidad, la búsqueda de explicación y creación de conocimiento. En ese “mundo feliz” la alienación sería total, porque el individuo y su individualidad social habrán sido completamente anulados, deshumanizados, convertidos(as) en autómatas. Este escenario ya se está empezando a vivir desde el 2020 con motivo de la “pandemia” mundial, aun desde antes porque ya se sabía que se venían haciendo pruebas y experimentos en humanos mediante la implantación de chips, las vacunas e inteligencia artificial.

Hoy en día, el capitalismo como sistema económico y de poder animaliza e idiotiza a la especie humana, en consonancia con lo cual el crecimiento por el crecimiento es la más grande locura colectiva de nuestro tiempo, y el mercado es el demiurgo creador de relaciones fetichistas entre seres inhumanos y deshumanizados, relaciones creadas incluso por las tecnologías. En un mundo así alienado, la política se pervierte, los funcionarios públicos fácilmente se corrompen, el dinero “lo puede todo”, el poder económico le dicta la agenda al poder político, y el Estado —como decía el Marx crítico de Hegel— es la esfera de la ilusión y del engaño.

La humanidad, si quiere seguir siendo tal Humanidad (con mayúscula), no puede continuar sometiéndose a los designios de los detentadores del poder, es decir, como “humanidad” engañada, sometida, despojada, despolitizada, alienada a través de las tecnologías y, en suma, deshumanizada.
La valorización de la Vida, es el paradigma que ha de reemplazar a la valorización de la falsa e hipostasiada “vida” sustentada en las cosas-mercancías, en el dinero y el mercado (donde la “vida” se compra y se vende).

La Vida o el Capital representa la principal opción del presente histórico, de la misma manera como lo plantearon a comienzos del siglo Duchrow y Hinkelammert (2003), inspirados posiblemente por los acontecimientos del 11/S en Nueva York; allí los autores concibieron el capital en términos de propiedad (privada y estatal), mientras que en este trabajo se concibe como Capital a la relación de poder cuya racionalidad consiste en la apropiación y succión de vida (humana y no-humana). En este sentido, el capitalismo es un sistema de deshumanización.

La opción señalada es la expresión que adopta, en la actualidad y para las décadas venideras, la bifurcación de la que hablaba Wallerstein en sus escritos ya desde los años ochenta del siglo XX. La opción entre Mercado y Estado, que pregonan muchos académicos y cientistas sociales, incluso críticos, así como desde la dimensión política, es una opción desgastada y anacrónica que no se condice con las condiciones históricas radicalmente nuevas respecto a las que rigieron desde 1945 hasta la caída del muro de Berlín y el colapso final de la URSS (1989 y 1991, respectivamente), en el contexto de la ofensiva política neoconservadora y del neoliberalismo programático.

Mientras existió la URSS y el escenario de “Guerra Fría” impuesto por Occidente, el Mercado y su contraparte, el Estado, eran las dos caras de la misma moneda, cara y sello de la misma razón instrumental y del mismo patrón de poder occidentalocéntrico (Quijano, 2014) ya que Estado y Mercado, cada uno con su respectiva “democracia”, son creaciones de la misma modernidad capitalista. Insistir y porfiar con la alternativa de Mercado o Estado es dejarse llevar por la trampa del péndulo (más Mercado con menos Estado versus menos Mercado con más Estado), implica recalar una y otra vez en el “binarismo” para quedar encerrados en la “jaula de hierro” de la razón instrumental. Quienes ponen el debate político actual en términos de esos mismos binarismos o sus variantes, desde cualquier país y/o desde cualquier conflicto en curso, están prisioneros(as) de la misma base epistémica de la modernidad-racionalidad-colonialidad, cuyo patrón de poder ha conducido al mundo a una crisis civilizatoria. Esta abarca la crisis de la existencia social, la del capitalismo, del Estado-nación, del patriarcado, del eurocentrismo y la crisis climática global. Por eso, “izquierda” o “derecha”, Estado o mercado, liberalismo o “socialismo”, democracia o dictadura, etc., son falsas alternativas porque son partes constitutivas de lo mismo, es decir, del mismo patrón de poder mundializado que se halla en plena decadencia. Todo esto resulta demasiado pernicioso porque justamente la decadencia del capitalismo y su patrón de poder están arrastrando consigo a toda la humanidad, hacia un verdadero “fin de la historia”. Las verdaderas alternativas se encuentran fuera de dicho marco: en los procesos sociales históricos, en las nuevas emergencias, en los feminismos insurgentes e irreverentes, en el ecologismo de los pueblos y en tantas otras luchas y resistencias, así como en la importancia que tiene el “impensar” por fuera y desde los márgenes de la modernidad-racionalidad-colonialidad.

Lo “revolucionario” ya no está en las nomenclaturas, sean nuevas o antiguas, sea que estén dentro o afuera de la “izquierda”. Lo revolucionario (sin comillas) está en cómo transformar este mundo que nos ha tocado vivir, que padecemos y padecerán las futuras generaciones; porque el escenario de cualquier revolución seria y éticamente comprometida tiene que ser el planeta entero, no un país en particular. La cuestión es “cambiar el mundo” como pregonaba John Holloway (2002), como sinónimo de cambiar a otra civilización = otra manera de vivir, de producir, de sentir, de pensar, de relacionarse. Aquí viene la otra mitad de la cuestión: ¿cambiar “sin tomar el poder”? Pero ¿cuál “poder”? Quienes cuestionaron a Holloway demostraron tener una visión del poder como exterioridad, como un “poder” alienado que se impone sobre las mayorías y ese “poder” lo ha representado típicamente el Estado que los dizque “revolucionarios” querían “tomar”, ocupar y ejercer mediante una “dictadura democrática” que no era tal sino (donde efectivamente se ejerció) una dictadura del Partido-Estado, de sus jerarcas, comisarios políticos y funcionarios. Anselm Jappe, uno de los exponentes de la escuela “crítica del valor”, ha sostenido que el dinero, el trabajo abstracto, la mercancía, el mercado y su ilusoria competencia, el Estado y sus regulaciones para favorecer los grandes intereses empresariales y corporativos, son relaciones categoriales a través de las cuales los poderes fácticos: “Se han apoderado de la vida humana a lo largo de los últimos siglos” (Jappe, 2014: 26). La tragedia de todos los movimientos que en su momento fueron considerados “revolucionarios” consistió en su pleito interminable sobre la “toma del poder” por sobre todas las cosas, y en no haber sabido enarbolar un proyecto de emancipación humana y de liberación de los modernos grilletes con que el capitalismo ha sometido y esclavizado al mundo.

Bibliografía citada

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