Diciembre de 2020
Joe Biden y la agenda belicista/financiera/globalistaIsaac Enríquez Pérez
La elección presidencial de los Estados Unidos culminada el pasado 3 de noviembre, no fue una elección más, ni una elección cualquiera. Sino que condensa la cruenta lucha entre dos élites plutocráticas que pretenden impulsar –cada una por su lado– un cierto modelo de capitalismo y de ejercicio geopolítico de la hegemonía norteamericana en el mundo.
El cauce de esta elección presidencial y de la realizada en el 2016 y que llevó a la cúspide del poder político a Donald J. Trump, denota la crisis del sistema electoral de esa nación y el agotamiento del discurso de la democracia liberal promovido con fervor en el mundo por parte de los Estados Unidos. Incapaz de procesar las demandas sociales y el crisol de culturas e ideologías que conviven en esa nación, el sistema político y sus dos principales partidos –el Demócrata y el Republicano– son instrumentos estériles de esas disputas plutocráticas que amenazan con colocar a la nación al borde de una guerra civil.
Las dinastías Bush y Clinton son las típicas representantes del viejo establishment político de Washington, entronizado desde 1945 con la muerte de Franklin Delano Roosevelt. Desde entonces, las fronteras y diferencias entre un partido político y otro eran prácticamente inexistentes y sus decisiones públicas y acciones de gobierno se regían por el imperativo de afianzar la hegemonía de los Estados Unidos en el sistema mundial. Y si para ello era preciso recurrir al expediente de la violencia y de la economía de guerra, se hacía sin rechistar. Así fue desde la incursión de los Estados Unidos en la Guerra de Corea; la “aventura” de la Guerra de Vietnam que llevó a la bancarrota fiscal al Estado; el estímulo de golpes militares en múltiples latitudes, principalmente en el hemisferio americano; la promoción de la “guerra contra las drogas”; la Guerra del Golfo; la “guerra contra el terrorismo” tras los eventos de las Torres Gemelas; la invasión a Afganistán y a Irak para defenestrar el régimen de Saddam Hussein, entre otros episodios. Las diferencias fueron de matices, pero no al extremo de representar espectros político/ideológicos opuestos y distantes. Se trata de un binomio indisoluble que le dio sentido a lo que Charles Wright Mills denominó en la década de los cincuenta del siglo pasado como la élite del poder; esa simbiosis entre las tecnocracias de Washington, los líderes de las principales corporaciones empresariales, y los altos funcionarios del complejo militar/industrial; aderezada esta élite durante las siguientes décadas con los lobbies, los think tank’s privados, y el complejo cinematográfico/comunicacional/tecnocientífico.
Donald Trump emerge no como un fenómeno político aislado, sino como el síntoma evidente de esa crisis del rancio establishment tecnocrático radicado en Washington y del agotamiento de la geoestrategia belicista que sangró y enlutó a las familias estadounidenses y vació las arcas del sector público en detrimento de la
construcción de infraestructura básica. La desindustrialización de los Estados Unidos experimentada desde la década de los ochenta, no solo significó la dispersión de la cadena de valor a lo largo y ancho del mundo, sino el fin del pacto entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo; el agotamiento mismo del American Way of Life y la postración de los caucásicos como clase social beneficiaria de ese sueño americano. Fueron esos hechos los que catapultaron al señor Trump al poder político como un actor externo al establishment y que fue capaz de recoger el sentir y las necesidades de los estadounidenses caucásicos, anglosajones, evangélicos y protestantes. Esos Basket of deplorables (la canasta de los deplorables, como les llamó Hillary Clinton) coincidieron con las arengas trumpistas y el viejo establishment no les perdonó la nueva inclinación política que adoptaron en el proceso electoral del 2015/2016.
Por su parte, Joseph Robinette Biden Jr. es el representante de esas dinastías que encarnan los intereses y objetivos ocultos del viejo establishment y del Deep State (Estado profundo). Más allá del discurso maniqueista del malo, depravado, pugilista y desquiciado (Trump) y del bueno, conciliador e institucional (Biden), es necesario ir más allá y comprender lo que subyace en los intereses creados que están detrás del Ex vicepresidente y que se relacionan con la élite plutocrática financiera/aperturista/globalista apuntalada con los jerarcas del Sillicon Valley.
La fragilidad del sistema político/electoral de ese país no logra soportar esta colisión plutocrática, que no es que cada facción apunte a un modelo alternativo de sociedad, sino a la defensa y expansión de intereses creados particulares en el contexto del declive hegemónico y en el concierto del multipolarizado sistema mundial. No se trata de una división entre derecha e izquierda, entre liberalismo y conservadurismo, sino que ese bipartidismo clásico reproduce y refuerza las estructuras de poder, dominación y riqueza, que no logran contener el colapso civilizatorio que entraña el capitalismo desplegado en las últimas décadas. Colapso civilizatorio que alcanza su cúspide con
la crisis sistémica y ecosocietal que entraña la pandemia del Covid-19, y que también jugó como factor de poder en las luchas plutocráticas al interior del imperio. En ese escenario, el miedo adquirió nuevas significaciones y abonaron a la
polarización de la sociedad estadounidense.
Dos candidatos reaccionarios y conservadores convergieron en la elección del 3 de noviembre; y ambos no se distancian de la ideología del fundamentalismo de mercado, ni trastocan los fundamentos del capitalismo como modo de producción y como proceso civilizatorio. Esa es la tradición del pragmatismo político norteamericano, que se orienta a afianzar el statu quo, la sociedad de la extrema desigualdad, y las bases remozadas del imperialismo. Joe Biden no escapa a esa lógica, sino que la llevará a su más radical expresión en medio de la crisis sanitaria de opiáceos que afecta a las poblaciones caucásicas y que no cejará para consolidar la lógica excluyente de una élite plutocrática rentista, financiera y monopolista.
Biden representa a esa élite política que –a costa de lo que sea– pretende afianzar la hegemonía norteamericana y el liderazgo artificial de ese país en el mundo. Se asume como adalid del mito que penetra en el imaginario social y que remite al “destino manifiesto” y a Estados Unidos como la tierra prometida designada por Dios. Entonces la élite que él representa –a diferencia del nativista y neoaislacionista “Make america great again” y “America first”– se orientará a reconfigurar esas estructuras de poder y riqueza que le dan forma a una hegemonía belicista e imperialista. Build back better, como lema de esta élite financiera/globalista coincide con
la agenda económica del Foro Económico Mundial de Davos y su estrategia anunciada en junio pasado de The Great Reseat con miras a reformatear el capitalismo del mundo post-pandémico. Este reformateo supone la aceleración del avasallamiento de la clase trabajadora y la reconfiguración del mismo orden económico y político mundial.
La diplomacia de guerra y los contratos del complejo militar/industrial se verán favorecidos por una eventual llegada de Biden al poder político de Washington. Pues él mismo solapó como Senador y Vicepresidente –a lo largo de 45 años– la economía de guerra y los negocios del Deep State inconforme con la postura del único presidente antibelicista durante los últimos cien años (Donald Trump).
En el caso del hemisferio americano, este grupo político cuya cabeza visible es Joe Biden, promovió estrategias de desestabilización y de guerras intestinas como el Plan Colombia (1999), “la guerra contra el narcotráfico” (2006), la Iniciativa Mérida (2008) y el operativo Rápido y Furioso que facilitó la llegada de armas ilegales a México con el fin de apropiarse los recursos naturales. Biden fue de los promotores del rescate de las grandes corporaciones y bancos que se enfilaron a la bancarrota con las crisis inmobiliario/financiera de las hipotecas subpirme que contagió al conjunto del sistema capitalista. Más allá de América, Biden fue de los promotores de la llamada “guerra contra el terrorismo”, así como de las fake news que provocaron la invasión a Irak (2003) y de la doctrina de la llamada “guerra preventiva” que desestabilizó a Siria y la hundió en una guerra civil con sus consecuentes millares de desplazados y refugiados.
Joe Biden es una construcción mediática creada desde el complejo comunicacional/digital/cinematográfico/financiero que vieron en Trump –desde el 2015/2016– una aparente amenaza hacia sus intereses facciosos. Dicha polarización encubre el fondo del problema de la sociedad estadounidense: la desigualdad extrema y la oposición radical capital/ejecutivos/clase trabajadora. Contradicciones éstas que serán exacerbadas por la élite política encabezada por Biden; por los fondos de inversión que le financiaron (Vanguard, BlackRock, State Street); por las élites de la llamada High Tech y del nuevo patrón tecnológico (Amazon, Facebook, Twitter, Microsoft, Apple, que jugaron en contra de Trump); los intereses del Big Pharma que se frotan las manos con la opción monotematizada de la vacuna anti Covid-19; por las asociaciones semi-secretas (como la Comisión Trilateral financiada por la familia Rockefeller) y las fundaciones privadas dirigidas por Bill Gates y George Soros; y por el complejo de los mass media que ridiculizaron a Donald Trump a lo largo de cinco años y que éste lo consideró como enemigo del pueblo estadounidense. Al respecto, este mandatario –tras protagonizar una relación tormentosa con los mass media–, difundió en Twitter –el 17 de febrero de 2017– que “Los medios que difunden noticias falsas (los perdedores New York Times, NBC, ABC, CBS, CNN) no son mi enemigo, son el enemigo del pueblo estadunidense” (“The Fake News media (failing @nytimes, @NBCNews, @ABC, @CBS, @CNN) is not my enemy, it is the enemy of the American People!”). Además, se refirió a la deshonestidad, a los intereses creados de los periodistas y a su lejanía respecto al pueblo estadounidense. Al denunciar desde la Casa Blanca un fraude electoral en su contra, Trump experimentó en carne propia la tiranía de la censura ejercida desde las oscuridades de la ABC News, la CNN, la MSNBC, y la NBC News.
Ante ello, resulta pertinente alejarnos del discurso del bueno y el malo, y de toda postura maniqueista que satanice a alguna de estas dos grandes facciones de las élites plutocráticas. Es imperativo alejarnos del discurso de la post-verdad que siembra el odio desde esas distintas facciones y sus aliados, incluso en sociedades distantes de la dinámica propia de los Estados Unidos. De ahí la relevancia de (re)construir la cultura ciudadana y de
revertir la crisis de la política como crisis civilizatoria.
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