Globalización: Revista Mensual de Economía, Sociedad y Cultura


Julio de 2020

Preguntas sobre la pobreza
Marcelo Colussi


Foto: https://diariouno.pe



“Para los de arriba hablar de comida es una pérdida de tiempo. Y se comprende, porque ya han comido”.

Bertolt Brecht

I

Acometer el tema de la pobreza es particularmente difícil. Lo es por varios motivos; por un lado, es un fenómeno complejo, multicausal, que se liga definitivamente al ámbito económico, pero que no se agota ahí. Hay muchos elementos en juego, y sin caer en la superficialidad de repetir que se dan solamente factores subjetivos para explicarla (“se es pobre porque no quiere superarse” o patrañas por el estilo), es cierto que allí se entrecruzan muchos determinantes. Por otro lado, ampliando las dificultades, es un tema ríspido, odioso, dado que es sumamente dificultoso encontrar las soluciones concretas.

Indicando rápidamente, quizá como primera aproximación, que identificamos pobreza con carencias materiales, con falta de recursos, podría decirse que la historia toda de la Humanidad es una constante lucha contra este fantasma. El puesto del ser humano en el mundo no está asegurado de antemano. Está claro que no somos el centro de la creación, ni que vivimos en un paraíso. La realización humana, si así puede llamársele, es una permanente búsqueda de satisfacción de necesidades básicas que permiten sobrevivir, búsqueda que, ya bien entrado el siglo XXI y con todo el potencial técnico que se ha llegado a acumular, no termina nunca de colmarse. Hoy día se produce entre un 40 y un 50% más del alimento necesario para nutrir a toda la población mundial, pero el hambre sigue siendo una de las principales causas de muerte de nuestra especie, mientras que la actividad más dinámica, que conlleva las más altas cuotas de inteligencia incorporada y genera la mayor ganancia, es ¡la producción de armas! En otros términos: la muerte está en el centro de nuestras vidas (“pulsión de muerte” dirá el Psicoanálisis).

De todos modos, la idea de pobreza no está especialmente ligada a ese estado originario de carencia que debe ser satisfecho día a día. Un pueblo determinado, en cualquier momento de su historia, simplemente debe cumplir con el colmado de esos satisfactores para seguir manteniéndose como unidad, con la tecnología que dispone según su grado de desarrollo (paleolítico, agricultura de subsistencia, sociedades post industriales altamente robotizadas, etc.). En esa tarea cotidiana, independientemente de su capacidad productiva, una sociedad no se siente “pobre”. La noción de pobreza aparece cuando hay puntos de comparación: un colectivo social es pobre con respecto a otro visto como rico, una clase social es una u otra cosa relativamente a otra, así como lo puede ser un individuo, sólo en parangón con otro -un anacoreta, aunque desnudo, puede ser infinitamente rico, comparada su vida espiritual con la de otro, un ciudadano urbano “estresado” por sus deudas -digámoslo utilizando el lenguaje de moda-, y con muchas “cosas” a su alrededor. La pobreza habla, en todo caso, no de la cantidad de medios de sobrevivencia sino del modo de su apropiación, de su distribución social.

El jefe de una tribu bosquimana es pobre puesto en la bolsa de valores de New York, pero no lo es en su contexto originario: allí es el jefe. Seguramente hoy la vida de un trabajador término medio de cualquier país industrializado es más rica, en cuanto a acceso a bienes materiales, en relación a lo que puede haber sido la de un faraón egipcio, o la de un Inca del Tahuantinsuyo (sin agua caliente ni teléfono celular, por ejemplo). Pero hay una diferencia sustancial entre la vida del ciudadano actual y la de un monarca. ¿Quién es más rico? Difícil establecer la comparación, por cierto.

Con todo esto, entonces, queremos situar la idea de pobreza -y por tanto su contrario: la riqueza- en tanto productos históricos, sociales. Un monarca, un jefe, el sacerdote supremo de la tribu, etc., dispone de una cuota de poder definitivamente superior a la de un asalariado moderno con acceso al confort material generado por la industria de estos últimos 100 años, el cual no deja de ser, pese a todos los bienes materiales, más pobre en términos de relación política. Sería tonto quizá preguntar cuál es más rico o cuál más pobre. En todo caso esto nos ilustra, una vez más, de lo complejo del tema. La reina Isabel la Católica, en el poderoso reino español de fines del siglo XV e inicios del XVI, estuvo ocho años con la misma blusa como promesa hasta que se venciera a los moros. ¿Alguien osaría decir que era una pobre diabla mugrienta y maloliente?

II

Hacer una lectura histórica del concepto de pobreza lleva a una exégesis que, además de no ser el objetivo de este breve escrito, implicaría un recorrido monumental por la historia humana. Recorrido que debería tomar en cuenta los distintos momentos habidos en relación al desarrollo de la capacidad productiva, y a la forma en que el producto de esa capacidad fue repartido socialmente.

“Pobres ha habido siempre”, dice una visión simplista de las cosas. ¿Pero desde cuándo es posible comenzar a encontrarlos como tales en la historia? En la época de las cavernas nada podría autorizar a verlos como realidad social concreta. ¿Habría cavernícolas pobres? No, sin dudas. El concepto presupone ya la idea de propiedad privada. En todo caso, ante ese paso trascendental que significa la humanización de algunos monos dos millones y medio de años atrás en el corazón del África (el Homo habilis), más bien deberíamos ver una riqueza cualitativa fenomenal: un animal comienza a modificar su entorno natural, produce cambios deliberadamente, trabaja. He ahí una primera riqueza humana espectacular, aunque las condiciones materiales de sobrevivencia de aquellos ancestros hoy las pudiésemos considerar como de la más radical pobreza. Sin embargo, en realidad, no puede hablarse de “pobreza”, sino de medios de sobrevivencia más escasos que los actuales (no había agua caliente en la ducha ni teléfonos inalámbricos inteligentes con conexión a internet).

Se puede hablar con propiedad de pobres, ya como categoría sociológica, en la medida en que aparecen sus contrarios: los ricos. Las sociedades claramente divididas en clases sociales presentan pobres: hay una división clara entre los que tienen y los que no tienen. ¿En nombre de qué sucede esto, se establece, se acepta, se sacraliza? ¿Qué mecanismo natural lo decide? No entraremos a ver el por qué de esta dinámica histórica, dado que el tema exige, en sí mismo, un desarrollo infinitamente más amplio de lo que aquí nos proponemos. Lo que sí puede anticiparse es que el intentar dar respuestas convincentes a estos interrogantes ha suscitado reflexiones, tomas de posiciones, revoluciones y un sinnúmero de acciones varias en la historia universal, sin que hasta el momento se haya superado el problema (porque sigue habiendo pobres y ricos todavía, y como van las cosas, nada hace pensar que eso vaya a desaparecer en lo inmediato. El sistema capitalismo no parece estar cayendo). Las primeras Revoluciones Socialistas, paso a un mundo futuro sin clases sociales, se concretaron en algunos puntos del mundo hace apenas un siglo; hoy están en retroceso, pero nada indica que la historia haya terminado, y que el actual sistema capitalista (¡con super ricos y mayorías super pobres!) sea eterno. ¿Por qué, si no, se defendería a capa y espada con armas ideológico-culturales y físicas?

En tanto hay una injusta, una asimétrica repartición del producto social, hay pobres. Esto es: los pobres se definen en relación a sus contrarios. Aunque pueda parecer un juego de palabras (pero no lo es, por cierto), es especialmente reveladora esa oposición: hay pobres en tanto hay ricos, hay quienes tienen menos (están carenciados) en tanto hay otros que tienen demasiado (les sobra). Dicho de otro modo: la propiedad privada de los medios de producción (tierra, instrumentos de trabajo, dinero) establece una clase que se apropia de la mayor parte de esa riqueza social (los “ricos”) y una masa de trabajadores -en general asalariados en el capitalismo- (obreros industriales, trabajadores rurales, personal técnico-profesional, amas de casas sin sueldo) que produce esa riqueza, de la que se apropia una mínima parte (los “pobres”).

¿Por qué a algunos les sobra y a otros les falta? Este es el eje medular para entender el fenómeno de la pobreza: hay quienes tienen poco porque otros poseen de más. Muy simple -o muy complicado-: hay una injusta distribución. No hay otra explicación.

Entendida así, entonces, la pobreza es un fenómeno enteramente humano, social. No tiene parangón en el campo natural, no depende de ningún determinante físico-químico ni voluntad racional alguna. Insistimos con el concepto: la pobreza no se define por la cantidad de bienes en juego sino por la forma en que los mismos se distribuyen. Un rey, aún en taparrabos, es rey, es rico, comparado con sus súbditos. Y desde otra cosmovisión, un ascético anacoreta en su reclusión voluntaria, aunque casi no coma ni acceda a los placeres de la vida terrenal (¿agua caliente y teléfono móvil?), en su riqueza espiritual se siente infinitamente más rico que el mundano común. ¿Desde dónde y cómo “medir” la pobreza entonces?

III

Hoy día, absolutamente envueltos por una lógica mercantilista que, para algunos, puede verse como de orden natural, por una cultura del consumo a cualquier costo (capitalista, para decirlo sin tanto rodeo), entendemos el concepto de pobreza en relación indisoluble con la carencia de recursos materiales.

Desde ya, esa noción es correcta en un sentido: con el auge espectacular de la producción, merced a la revolución científico-técnica puesta en marcha hace un par de siglos y ya nunca más detenida, siempre más rápida y en perenne expansión, la dinámica generalizada se resume en el tener, en el consumir. El sentido implícito del proceso de humanización, del progreso, es tener cosas materiales. La vida termina valorándose en términos de objetos; se es lo que se tiene (el agua caliente o el smart telephone, más, hoy día, un largo, casi interminable etcétera).

En ese escenario -impuesto desde que la economía capitalista europea comenzó a expandirse por el mundo, actualmente globalizado y entronizado con una fuerza desconocida anteriormente en la historia- ser pobre significa no disponer de todas las cosas que la productividad humana moderna puede ofrecer. Civilizaciones agrarias milenarias, que lograron desarrollos fenomenales en términos culturales (la hindú, las americanas precolombinas, la china) pasan a ser pobres frente a la avalancha modernizadora de oferta de bienes. Surge ahí el mito del “desarrollo”, y su contrario: el “subdesarrollo”.

No cabe ninguna duda que la forma en que se va construyendo la sociedad global entre desarrollados y subdesarrollados es, además de injusta en términos éticos, absolutamente insostenible como proyecto humano. No es aceptable, pero mucho menos es viable en el tiempo y en relación a los recursos que provee la naturaleza, un modelo de organización social donde el 20% de la población humana consume el 80% del producto total.

Ligando la pobreza a esta visión fundamentalmente material, es descarnadamente real que la brecha entre “ricos desarrollados” y pobres “en vías de desarrollo” crece. En ese sentido, para esa lógica mercantil capitalista que rige el mundo actual, muchos afirman que Cuba socialista es pobre. Obviamente, hay que darle muchas vueltas al asunto. Si el sueño del progreso científico-técnico que ilusionó cabezas y corazones en pleno auge positivista, en los inicios de la expansión del modelo capitalista, hizo albergar expectativas respecto a una paulatina, pero finalmente total, extinción de la pobreza en el mundo, hoy, más aún con las tendencias neoliberales triunfadoras en este momento (¡que en absoluto detiene la pandemia de COVID-19!), se ve que ese prosperidad universal está muy lejos de alcanzarse. Por el contrario: la brecha entre ricos y pobres (entre Norte desarrollado y Sur subdesarrollado, así como entre estratos beneficiados y postergados en lo interno de cada Estado nacional) crece. Dicho de otra manera: la pobreza crece. O más descarnadamente aún: el número de pobres de carne y hueso crecen. De tres nacimientos que se producen por segundo en el mundo, dos de ellos tienen lugar en un barrio marginal de alguna atestada macro-ciudad del Tercer Mundo.

En el año 1820 el 20% más rico del planeta tenía 3 veces más que el 20% más pobre; para 1913 ese 20% más rico ganaba 11 veces más que el 20% más pobre. En 1997, con un crecimiento descomunal de la productividad en términos históricos, el 20% más rico accedía 74 veces más a las riquezas producidas que el 20% más pobre. Y la brecha sigue ensanchándose. En países como Brasil y Guatemala esa diferencia es aún mayor, llegándose al extremo patético de 120 a 1. El 6% de la población mundial posee el 59% de la riqueza total del planeta, y 98% de ese 6% de la población vive en los países más ricos. Y quienes realmente deciden la marcha del mundo (¡estas no son teorías “conspiranoicas”!) representan el 0.00001%. La población estadounidense, pese al declive que hoy día experimenta su país como unidad nacional (¡pero no así sus grandes empresas transnacionalizadas!), consume el doble de lo que consumía en la década del 50 del pasado siglo, en su momento de mayor auge económico. Si todo el mundo consumiera como lo hace esa nación, en una semana se agotaría el planeta.

Un perrito de un hogar término medio de un país del Norte consume en promedio anual más carne roja que un habitante del Tercer Mundo. Mil millones de personas no tienen acceso al agua potable, en tanto que 1.300 millones de personas disponen de menos de un dólar diario para vivir. 1.000 millones son analfabetos. Era de las comunicaciones, de la sociedad de la información y la cibernética, pero hay población que no dispone aún de energía eléctrica. Se busca agua en el planeta Marte…, pero en la Tierra mucha gente muere de sed, aun existiendo la posibilidad que no haya sedientos. Según estimaciones de organismos internacionales, el costo anual adicional para lograr el acceso universal a servicios sociales básicos en todos los países en desarrollo sería de 15.000 millones de dólares (enseñanza básica, agua y saneamiento para todos), en tanto que en los Estados Unidos se gastan 8.000 millones anuales en cosméticos, y 11.000 millones son gastados anualmente en Europa en helados.

Según datos de Naciones Unidas, el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -que pueden caber en un Boeing 747- supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el más de la mitad de la población mundial.

No caben dudas: lamentablemente, pese a la ¿cooperación al desarrollo? existente, la pobreza crece. Valga agregar, como dato no menos escalofriante, que en 60 años de “cooperación” que el Norte viene desplegando con el Sur, desde la ya legendaria Alianza para el Progreso inaugurada por el presidente norteamericano John Kennedy en los años 60 (como respuesta ante la Revolución Cubana, para evitar más Cubas en el continente), ni un solo pobre en el mundo dejó de ser tal gracias a estos mecanismos de ¿solidaridad?, lo que muestra que esas políticas no son sino otros tantos instrumentos de control social (repulsivos colchones, paños de agua fría tendientes a mantener la ahora llamada “gobernabilidad”: cambiar algo para que no cambie nada).

Además de constatarlo por los datos anteriores (escalofriantes desde ya), podemos ver ese crecimiento de la pobreza con otros indicadores (no menos alarmantes): en el planeta, y fundamentalmente en el área desarrollada, se destinan alrededor de 500.000 millones anuales para drogas (una de las actividades económicas más lucrativas de la especie humana en la actualidad) y más de un billón anual a gastos militares (el rubro más rentable). Que se gasten esas cifras astronómicas en helados, cosméticos, estupefacientes y armas también nos lo dice: la pobreza crece (¡y no necesitamos ser el ermitaño asceta para entender lo que eso significa!). Se suicidan 800 personas diarias en el mundo: ¿habla de alguna pobreza eso?

IV

Estamos frente a un prejuicio, hoy ya globalizado, donde la idea de desarrollo está ligada indisolublemente a progreso material. Grandes culturas de la historia, con enormes avances técnicos, con profundas enseñanzas morales, medioambientales, con reflexiones acerca del fenómeno humano de gran valía, como lo decíamos más arriba, puestas en comparación con el rasero tecnocrático-economicista que rige actualmente el mundo, aparecen como atrasadas, pobres. Lo son, según ese criterio, porque no han seguido el ritmo de crecimiento técnico y de acumulación de riquezas que se dio en Europa, u hoy, en Estados Unidos, expresión máxima del capitalismo. ¿Son “pobres” la tragedia griega, la astronomía maya, el arte chino, la filosofía budista? ¿Nos quedamos con Hollywood entonces?

¿Podríamos, con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre a una cosmovisión que pone el acento en el equilibrio ser humano/medio ambiente (como por ejemplo la de los pueblos americanos tradicionales) cuando vemos el disparate ecológico que ha causado el desarrollo industrial basado exclusivamente en el lucro empresarial, con niveles de degradación del planeta por falta de previsión y afán enfermizo de ganancia rayanos en la demencia? ¿Cuál es ahí la riqueza?

¿Podríamos, con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre a civilizaciones que no necesitan de un consumo cada vez más masivo de narcóticos para huir de sus realidades como sucede en los países industrializados? ¿Cuál es ahí la riqueza?

¿Y cuál es la riqueza que nos propone el modelo de consumo desarrollado? Fundamentalmente eso: ¡consumo! Consumo como motor de la vida, consumo por el consumo mismo. Su arquetipo es un ciudadano tranquilo, que no protesta (que tampoco disfruta la tragedia griega ni el arte chino), sentado ante la pantalla de televisión o del teléfono celular (¿Hollywood, Walt Disney?), tomando Coca-Cola y usando sus tarjetas de créditos. ¿Esa es la riqueza? Valga decir que todo eso luego hay que pagarlo, y hoy vemos, con la crisis galopante del imperio mayor del capitalismo, por dónde van las cosas: la deuda es materialmente impagable, tanto la pública como la privada (cada ciudadano estadounidense tiene en promedio 5 tarjetas de crédito y 7.000 dólares de deuda). Deuda que, llegado el caso, no se paga, porque las armas responden. ¿Dónde queda la riqueza? Además, ese modelo de hiperconsumo de la gran potencia del Norte está empezando a hacer agua, y todo indica que no podrá mantenerse eternamente. ¿Las armas seguirán manteniéndolo? Dicho sea de paso, Estados Unidos ya no tiene la supremacía bélica.

Por cierto, que no se pretende transmitir una idea ingenuamente bucólica de civilizaciones no-occidentales pre industriales; desde ya que la calidad de vida que la tecnología nos puede proporcionar (agua potable, saneamiento ambiental, más y mejores alimentos, educación para todos, comunicaciones, más tiempo libre, etc.) es fabulosa, y por cierto aporta grandemente a la satisfacción humana, aunque no pueda terminar con la angustia y el suicidio (el “costo de la civilización” diría Freud). Las comunidades hippies de no-consumo, en tanto islas alternativas en medio de la vorágine moderna, son insostenibles; la historia lo demostró, porque no disponían del poder político ni militar que mueve el mundo. ¿Por qué hoy Rusia vuelve a ser una superpotencia? Porque dispone del más alto poderío mundial en términos militares. Es patético, pero es la realidad humana: se impone finalmente el que tiene el garrote más grande (¿pulsión de muerte?). Lo que debe ser puesto en debate -debate que, por cierto, ya está abierto, y debe seguir alimentándose- es la idea de riqueza que los modelos modernos y post modernos (capitalistas) nos ofrecen. Una vez más entonces: ¿Cuba es pobre? ¿Cuál es el rasero para medirla?

La riqueza no puede ser solamente consumir. Gastar cantidades impresionantes en helados, mascotas, cosméticos y estupefacientes (¡o armas!), junto a gente que come una vez por día, o no come, no constituye ninguna riqueza en términos humanos. Habla, en todo caso, de modelos de desarrollo, de visiones de la vida y de proyectos de ser humano que evidencian, fundamentalmente, una pobreza existencial profunda (alarmante, sombría). Si esa es la riqueza que nos ofrece el post-modernismo (cada uno con su propio vehículo, consumiendo gaseosas y hamburguesas -¡o estupefacientes!-, y con la lap top o el smart telephone hasta para ir al baño), si la profundidad de la tragedia griega se reemplazó por King Kong y la hondura de los sistemas de pensamiento orientales dieron lugar a los libros de autoayuda (“si usted quiere, puede”, “¡todo depende de usted!”), realmente, como dijera el vate portugués Saramago, “nos merecemos desaparecer come especie”.

Desde ya el problema de la pobreza no es una cuestión de actitud moral, de caridad para con el desposeído. Ejércitos de Madres Teresas y de voluntariados (tan a la moda hoy día) no alcanzan; ni siquiera sirven para hacerle cosquillas al problema. El tema de la pobreza -o, dicho de otro modo: de la injusticia- es claramente una de las preguntas medulares que atraviesan la historia humana, o, mejor dicho: la historia de las sociedades divididas en clases. Que su respuesta debe ser difícil lo evidencia el estado actual del mundo: cada vez más armas, más helados y más cosméticos, y cada vez más pobres (y no sólo los que no comen; también los que no saben qué hacer con el tiempo libre.... ¿consumir Hollywood, o videojuegos? ¿Drogas quizá?). La pregunta en torno a la pobreza es una interrogación sobre la condición humana misma. ¿Por qué nos resulta tan tentador dejarnos seducir por la Coca-Cola y las hamburguesas, o por Rambo, o las narco-novelas? ¿Tan pobres somos?

Luchar contra la pobreza implica, como mínimo, repartir más equitativamente los productos del trabajo humano (lucha política fundamentalmente -que indirectamente incluye lo militar, continuación de la política por otros medios-). Pero también implica no dejarnos de plantear esas preguntas que hacen a lo más hondo de nuestra existencia. Digámoslo con un ejemplo: la población de Europa del Este, todavía en la era del “socialismo real”, ayudó a hacer caer el muro de Berlín fascinada por la videocasetera o el pantalón vaquero (las modas de ese entonces), los espejitos de colores que fascinaban en los 90 del siglo pasado y que sus economías no le proveían. Hoy se lamentan de lo perdido (salud y educación gratuitas, pleno empleo, viviendas populares y calefacción subvencionada), y en cada ocasión que tienen, manifiestan su añoranza por la seguridad material mínima que ya no pueden tener. La supuesta “libertad” ganada no termina de convencer. Entonces, complementando la pregunta anterior, habría que agregar -para preguntarse con la misma fuerza-: ¿por qué nos seducen tanto los espejitos de colores?

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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