Globalización: Revista Mensual de Economía, Sociedad y Cultura


Marzo de 2020

Carlos Montemayor, habitar la vida
Luis Hernández Navarro


▲ Foto tomada el 22 de septiembre de 2003 en la ciudad de Chihuahua, en la reunión de ex integrantes del Asalto al Cuartel Madera, después de 38 años de no verse, para la presentación del libro del escritor Las armas del alba: Álvaro Ríos, Salvador Gaytán, Ramón Mendoza, Florencio Lugo, Matías Fernández, Francisco Ornelas y el escritor Carlos Montemayor (quinto de izquierda a derecha).Foto Cristina Rodríguez




Carlos Montemayor tenía apenas 18 años de edad en septiembre de 1965. Apenas 18 meses antes, había llegado a la Ciudad de México desde su natal Chihuahua para estudiar la carrera de derecho, cuando un periódico mural en la Universidad Nacional Autónoma de México marcó su vida.

Para esa fecha ya no tenía contacto con muchos de sus antiguos compañeros de escuela. Pero ese día de septiembre supo de ellos de manera sorpresiva e indignante. Una cartulina pegada a un muro con recortes de rotativos ilustraba el ataque del Grupo Popular Guerrillero (GPR) a un cuartel en la ciudad de Madera. Algunas fotografías en blanco y negro mostraban los saldos de la batalla, incluidas las de varios combatientes muertos. Entre los cadáveres reconoció a viejos amigos suyos de la preparatoria, que él ignoraba que habían tomado las armas.

En la peor tradición del periodismo mexicano de la época, los diarios no escatimaban denuestos contra los insurgentes caídos. Se les acusaba de ser gavilleros, asaltantes, robavacas, gatilleros y delincuentes. Montemayor no daba crédito de lo que sus ojos leían. En sus entrañas, el desconcierto caminó de la mano de la rabia. Carlos sabía que esos señalamientos eran falsos. Él conocía su honradez, compromiso, honestidad, inteligencia y limpieza.

El futuro poeta se estremeció con la versión oficial de los hechos. En apenas unos instantes, el relato del poder destruía la verdad de la vida y ensuciaba, brutal e impunemente, la dignidad de hombres de una trayectoria intachable como el profesor Arturo Gamíz y el doctor Pablo Gómez.

Desconcertado, el autor de Las armas del alba quedó impactado al descubrir la facilidad con la que un ciudadano de a pie puede quedar en la oscuridad total respecto de las vidas de personas y actores sociales, en el momento en el que el poder decide ocultar o deformar una realidad que le resulta incómoda.

El golpe lo marcó para siempre. Allí le nació la conciencia. No sabía aún que sería escritor, pero, cuando encontró su vocación literaria, comprendió que su misión era contar algún día esa otra historia frente a las barbaridades que perpetra el Estado.

Ese día de septiembre se hizo a sí mismo una promesa que cumplió hasta el último aliento de vida: dedicarse a develar el proceso mediante el cual las versiones oficiales de los conflictos sociales y políticos desvirtúan la realidad humana. Se echó sobre los hombros la misión de contrastar las versiones oficiales con las realidades social y humana.

Las raíces



Carlos Montemayor nació en 1947, en Parral, Chihuahua, un municipio minero, maderero y ganadero, atravesado por un río que serpentea toda la ciudad, envuelta en el ruido de molinos y silbatos de las minas. Su infancia transcurrió entre excavaciones, ranchos, huertos, puentes para cruzar los torrentes, la vastedad de los espacios abiertos y el sonido metálico de las piedras.

Desde muy pequeño, su padre, contador privado, librepensador, masón y probablemente el más connotado intelectual de Parral, lo obligaba a leer página tras página. Sin mayor pasión por la lectura, él se apresuraba a devorar los libros que tenía como tarea para salir a jugar con sus amigos. Su inicial desapego por la palabra escrita era compensado por su pasión por la música. Dotado de un oído privilegiado, estudió guitarra con el maestro Rito Jurado, quien le daba clases de una a dos de la tarde en las cantinas de su pueblo, entre olores de aserrín, jabón y carne asada.

Montemayor –según relata Jesús Vargas, su amigo de toda la vida– tuvo dos abuelas, que le despertaron mucho la imaginación. Ambas estuvieron junto a él durante su infancia. Su formación inicial aterrizó cuando, en 1962, emigró a la ciudad de Chihuahua, donde se encontró con un ambiente intelectual propicio para su rápido florecimiento. Fue allí donde convivió con protagonistas destacados del Asalto al cuartel Madera y organizadores de la guerrilla en 1968.

Comenzó a escribir por vez primera, tiempo después, al concluir su primer año de estudios en la UNAM y regresar a Parral en pleno invierno. Sorprendido por el paisaje minero de su ciudad, no pudo hacer otra cosa más que ponerse a escribir lo que sentía sin parar. Fue –le contó a Silvia Lemus– una especie de grito por mi reencuentro con mi tierra. A partir de entonces su escritura no se detendría hasta su muerte.

Artista de primer orden, dos experiencias dieron sentido humano y profesional a su vida como literato. En la primera, su maestro Federico Ferro lo acercó al mundo y a las lenguas grecorromanas. Éste fue el origen (el nacimiento, podría decir) de mi condición de escritor, afirmó Montemayor. En la segunda, Óscar González Eguiarte lo acompañó en el descubrimiento de las luchas y reclamos sociales de los campesinos chihuahuenses de la década de los años 50 y en el conocimiento de personalidades como Álvaro Ríos y Arturo Gámiz.

El compromiso



Casi 26 años después de darse a sí mismo la misión de esclarecer la verdad de los movimientos armados en México, ya como un autor maduro, combinando novela, crónica y ensayo, emprendió el sinuoso camino de relatar esas otras versiones de la guerrilla, a contracorriente de la narrativa estatal. Lo hizo como analista político, como investigador, como periodista y como historiador, escribiendo para los escritores y lectores de hoy.

En 1991 publicó su obra seminal Guerra en el paraíso, sobre el movimiento armado de Lucio Cabañas y el Parti-do de los Pobres. Se siguió con Los informes secretos (1999), un viaje por las entrañas de los aparatos de seguridad y la gestación de las revueltas sociales. Y remató con su larga saga sobre la primera guerrilla socialista de México: Las armas del alba (2003), un relámpago narrativo; La fuga (2007) y Las mujeres del alba (2010).

Echando mano de otros recursos literarios, fue colocando en su lugar diversas piezas del rompecabezas de las rebeliones y la contrainsurgencia en el país: Chiapas, la rebelión indígena de México (1998); La guerrilla recurrente (1999); Rehacer la historia (2000) y La violencia de Estado en México (2010).

Aunque él se definía fundamentalmente como un poeta, que veía todo con ojos de poeta, y explicaba cómo la poesía guiaba su narrativa y estaba en el corazón mismo de sus ensayos, en todo lo que escribía había la necesidad de habitar y apropiarse de la vida y explicársela.

Para Montemayor, la literatura no era fantasía, sino conocimiento. Literatura –decía– es que el lector viva las cosas. Es, un acercamiento privilegiado a la conciencia de estar vivo.

El ensayista se pensaba a sí mismo como continuador de una formulación histórica nacida con Tomochic, de Heriberto Frías o El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán. Al igual que ellos, no se propuso escribir novelas que reformularan una visión historiográfica ya establecida. Sus libros no son recreaciones históricas que ofrecen nuevas interpretaciones de hechos conocidos. No. Él fue más allá de esto. Sus novelas son formulaciones inéditas de los procesos históricos que tratan; primicias literarias e historiográficas.

El México profundo



Sin embargo, su obra fue más allá de desentrañar los misterios de la lucha armada o hacer poesía. Comprometido en cuerpo y alma con la causa de los pueblos originarios, Montemayor pensaba que México es un país muy racista, de una enorme discriminación racial contra los indios; de una subestimación de sus culturas, su pensamiento, su religión, su tenencia comunal de la tierra e, incluso, de sus idiomas.

Convencido de que las lenguas indígenas están a la misma altura, en cuanto sistema lingüístico, que el francés, el inglés, el español, el ruso, el hebreo, el alemán o el griego mismo, dedicó buena parte de su vida a defenderlas y divulgarlas. Son idiomas –aseguraba– que tienen una estructura fonética más compleja que la nuestra.

No hemos dejado vivir a los pueblos indios –denunciaba–. No los hemos dejado ser. No los hemos reconocido como son. Les hemos exigido que nos reconozcan a nosotros, como nosotros queremos ser desde nuestras estructuras constitucionales, desde nuestras perspectivas históricas. No hemos querido acercarnos a verlos como son y a respetarlos como son. Yo creo –decía– que el gobierno mexicano tiene la gran oportunidad histórica de iniciar el gran armisticio con los pueblos indios.

Lejos, muy lejos de la obsolescencia del pensamiento débil, a 10 años de su fallecimiento, la obra y las reflexiones de Carlos Montemayor, su inmersión en el México profundo, su forma de habitar la vida, son hoy más actuales que nunca.

Twitter: @lhan55


https://www.jornada.com.mx/2020/02/28/opinion/010a1pol

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