Junio de 2019
1. Gobernabilidad democrática
Hablar de gobernabilidad es hablar de democracia y, sobre esta última, se ha escrito hasta la saciedad. Desde las formulación que de ella hicieron los griegos, en el siglo V a. C., pasando por la concepción de la democracia liberal clásica, hasta las formulaciones de la democracia como poliarquía, se ha abierto paso (y consolidado) una visión del orden democrático como un régimen político que, siendo perfectible, permite resolver problemas relativos al poder político que otros regímenes políticos no pueden o no saben como resolver. Uno de esos problemas espinosos es el del abuso del poder, que es una de las propensiones propias de quienes tienen una cuota del mismo en sus manos. Se trata de un abuso que puede traducirse en opresiones abiertas sobre la sociedad o en prácticas de corrupción fuera de control, por aquello de que el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton).
Para contener esa propensión al abuso del poder por parte de quienes lo ejercen la democracia inventó el mecanismo de la separación de los poderes estatales, de forma tal que entre ellos exista un control mutuo que limite y corrija sus excesos. A esto se le llama republicanismo democrático, el cual se fundamenta en un cuerpo constitucional que determina no sólo las atribuciones del poder público, en sus esferas Legislativa, Ejecutiva y Judicial, sino las reglas y procedimientos de los pesos y contrapesos entre ellos.
Se suma a ese control de los poderes estatales el proceso de renovación de mandatos, a través de elecciones periódicas, y la competencia de ideas y proyectos, asegurada por la libertad de expresión y asociación, con lo cual florece la crítica al poder y su ejercicio. Es de este modo cómo el régimen democrático contiene, no elimina totalmente, los abusos a los que son proclives quienes detentan el poder político en cualquiera de sus esferas.
El otro problema espinoso que un régimen democrático intenta resolver –y que en distintas situaciones difíciles resuelve bastante bien—es el de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Respecto de esta última, a lo largo de su evolución, el pensamiento democrático y los regímenes políticos democráticos han sido cada vez más sensibles a su complejidad y diversidad, lo cual quiere decir que han sido y son más sensibles a lo que puede emanar como necesidad, preocupación o demanda de los distintos actores y sectores sociales, lo mismo que a las respuestas que desde el Estado se puede dar a esas necesidades, preocupaciones y demandas.
En la interacción entre el Estado y la sociedad que, por serlo, se juega en dos direcciones: del Estado hacia la sociedad y de la sociedad hacia el Estado se responde a ese gran desafío de la democracia que es la gobernabilidad, es decir, la capacidad del Estado democrático para asegurar la estabilidad socio-política a partir de un procesamiento eficaz de las diversidades de demandas emanadas de la sociedad. Procesar demandas quiere decir hacer eco de las necesidades de los distintos sectores sociales y responder a las mismas con acciones estratégicas, o sea, con políticas públicas eficaces y eficientes.
De eso se trata, en un primer momento, de la gobernabilidad democrática: de responder con políticas públicas a las necesidades sociales fundamentales. Pero también, en segundo lugar, que esa respuesta sea en el marco del Estado de derecho y del republicanismo democrático, con las reglas, normas y procedimientos emanados de las ellos. Porque puede haber otras formas de gobernabilidad, no democráticas, que aseguren la estabilidad socio-política mediante el coorporativismo, la imposición autoritaria y, en el límite, a través de prácticas totalitarias.
Asegurar la gobernabilidad es, pues, uno de los grandes retos de los regímenes democráticos. Para eso se tienen que exorcizar los riesgos de la ingobernabiliad que suelen ser frecuentes en contextos de crisis social, política o económica o de débil afianzamiento institucional de los ordenamientos democráticos. Esa ha sido la situación de América Latina en diferentes momentos de su historia. De ahí que el tema de la "gobernalidad" como hace ver González (2009)— no sea tan nuevo como parecieran creer quienes desde los años noventa insistieron una y otra vez en una inminente "crisis de gobernabilidad" en América Latina.
Este autor cita a Diego Achard y Manuel Flores, que señalan que el problema de la gobernabilidad surgió, en la década de los años setenta, como un problema de "sobrecarga" de demandas que afectaba a Estados Unidos, Europa y Japón.
"Sea porque no se atiende el cúmulo de demandas o porque se atienden artificialmente en un principio hasta que lo permiten la falta de competitividad, el endeudamiento y la inflación—, lo cierto es que la limitación estatal para resolver el problema determina una pérdida de confianza pública en la capacidad del Estado; una eventual y consecuente crisis de legitimidad del mismo, que en situaciones extremas se sostenía que podía derivaren una crisis de democracia (en 1975) y, desde ya, en una crisis política manifestada en el desencanto, la apatía y la malicia el Estado de malestar ciudadanas respecto de los actores políticos y el propio Estado. El argumento anterior no sugiere… que la democracia genere en sí misma la ingobernabilidad, sino simplemente que ella estimula demandas por encima del nivel que puede absorber el tamaño del excedente económico y que, en consecuencia, la propia democracia debe producir mecanismos de gobernabilidad para manejar el problema" (Achard y Flores, 1997).
O sea que el problema de la gobernabilidad “tiene que ver, en sus orígenes, con la capacidad de los Estados europeos, de Estados Unidos y Japón gestionar unas demandas sociales estimuladas por la democracia y que excedían las posibilidades económicas de esas sociedades. Cuando no se pueden gestionar esas demandas se desemboca en la ingobernabilidad” (González, 2009), pues el Estado se “sobrecarga” con demandas para las que no tiene respuesta principalmente por razones económicas. El desborde de esas demandas, aunado al desencanto político, la apatía y el rechazo a las normas establecidas abre un escenario para “producir mecanismos de gobernabilidad para manejar el problema”.
2. Gobernabilidad e ingobernabilidad en América Latina
En América Latina, “en los años setenta y ochenta [del siglo XX], la discusión gobernabilidad-ingobernabilidad se hace presente… Obviamente, se trataba de un contexto social, económico y político distinto al que había visto nacer aquel debate” (González, 2009). "Al trasladarse al espacio latinoamericano sostienen Achard yFlores--, el problema es bien diferente, y ya no se puede hablar de una crisis de la democracia por exceso de la misma, sino que debemos situarnos en un proceso de construcción democrática. No se trata de una sobredemanda que ponga en peligro la democracia, sino de una sub demanda que apuesta a la democracia para poder crecer, lo que hace mucho más dramáticos los pendientes por satisfacer" (Achard y Flores, 1997).
En aquella época, las sociedades latinoamericanas vivían un intenso proceso de cambio político, caracterizado por las transiciones democráticas, de las cuales se esperaba que se consolidaran posteriormente. Las expectativas sociales, especialmente por parte de sectores excluidos en lo político y lo económico, se hicieron presentes de manera abierta.
Los gobiernos de la transición-consolidación tuvieron que hacerse cargo de las demandas, diversas y crecientes, que emergieron con la superación de los autoritarismos. Y en muchos momentos no se estuvo en la capacidad de responder a esas demandas con las decisiones estratégicas adecuadas, de tal suerte que, a finales los años noventa, el desencanto político y la pérdida de credibilidad de la política, junto con manifestaciones públicas de malestar por motivos socio-económicos, comenzó a hacerse sentir en diferentes países. En este marco, cobró vigencia, de nueva cuenta, el problema de la gobernabilidad y la ingobernabilidad.
“Las transiciones a la democracia, a finales de los años ochenta, y después las consolidaciones democráticas, a lo largo de los años noventa, hicieron que el tema de la gobernabilidad-ingobernabilidad pasara al primer plano de la discusión sociopolítica” (González, 2009). “De este modo, en la América Latina de los años noventa el problema de pronosticar la ingobernabilidad las catástrofes por venir se transformó, en cierto modo, en el problema de explicar y domeñar la gobernabilidad" (Achard y Flores,1997)
En las décadas siguientes el debate en torno a la gobernabilidad y la ingobernabilidad siguió presente, cobrando visos de gravedad incluso en los ambientes empresariales que, en países como El Salvador, incluso realizaron encuentros entre sus miembros para sentar su posición al respecto. Para el caso, en 2003, se realizó en El Salvador el IV Encuentro Nacional de la Empresa Privada (ENADE 2003), que fue denominado “Gobernabilidad en democracia: el compromiso de todos”. Y como se dijo en el Semanario Proceso en ese momento:
“Esta vez, los empresarios salvadoreños decidieron, no sólo hacer suyo el problema de la gobernabilidad democrática, sino elaborar un planteamiento en torno a ella y proponerlo al conjunto de actores económicos, políticos y sociales del país. Tal planteamiento está recogido en el documento Gobernabilidad en democracia, en el cual se expone el punto de vista empresarial a propósito de lo que es la gobernabilidad democrática, sus amenazas y sus supuestos más importantes.
En cuanto a la definición de lo que es la gobernabilidad, el ENADE 2003 no añade nada nuevo a lo que ya se sabe al respecto. En efecto, tal como lo dice el documento mencionado, la gobernabilidad comprende complejos mecanismos y procesos institucionales, mediante los cuales los ciudadanos expresan y resuelven sus demandas sin violentar las leyes y sin violentar los derechos de los demás. Lo opuesto a la gobernabilidad es la ingobernabilidad, que puede ser definida como una situación en la cual los ciudadanos desbordan con sus demandas a las instituciones estatales, mismas que se muestran incapaces por falta de recursos, de autoridad o de legitimidad de responder a aquéllas.
En este sentido, para alcanzar la estabilidad en una sociedad es conveniente lograr que ella sea gobernable, es decir, que, por un lado, las instituciones funcionen y que, por otro, los ciudadanos confíen en ellas, de modo que los procedimientos legales e institucionales tengan primacía por sobre otras opciones y alternativas que puedan ofrecerse fuera de la ley y de la institucionalidad vigente” (Proceso, 2003).
El editorial de Proceso, además de ofrecer una definición de gobernabilidad –“la gobernabilidad comprende complejos mecanismos y procesos institucionales, mediante los cuales los ciudadanos expresan y resuelven sus demandas sin violentar las leyes y sin violentar los derechos de los demás”— resume, criticándolas, las tesis del empresariado salvadoreño surgidas de ese encuentro.
“En definitiva se dice en Proceso, es loable que los empresarios se preocupen por la gobernabilidad democrática. El problema es que crean que, para asegurarla, las leyes, las instituciones, los partidos y los ciudadanos deben estar en función del modelo de economía de mercado. Visto así, la democracia no pasa de ser una sierva del mercado y no la reguladora de sus excesos” (Proceso, 2003). Y remata:
“A los empresarios no les agrada la ingobernabilidad, porque con ella se puede perturbar al mercado. Tienen razón, pues, al preocuparse. Pero es miope apostar por una gobernabilidad democrática a la medida exclusiva de los intereses empresariales, dejando de lado las exigencias de igualdad, justicia y equidad —en fin, de inclusión— propias del ideal democrático. Obviar estos requisitos, descalificarlos como populismo, o dejarlos al arbitrio del marcado, es sembrar la semilla de la conflictividad social, del desorden y del caos. Mientras esos requisitos de la gobernabilidad democrática no sean satisfechos, la ingobernabilidad va a ser una amenaza permanente para el sacrosanto neoliberalismo a la salvadoreña (Proceso, 2003).
Pocos años después –en 2006-2007— el fantasma de la ingobernabilidad irrumpió con aspereza en el mundo empresarial, y también social y político, de El Salvador y América Latina, con la crisis financiera mundial de esos años. Pese al tiempo transcurrido desde el debate de los años setenta (del siglo XX) sobre la ingobernabilidad (la gobernabilidad) en la primera década del siglo XXI los planteamientos de aquellos años volvieron a ser puestos en la mesa de discusión. En un estudio realizado a propósito de esa crisis (González, 2010) se anota lo siguiente:
“Aunque reconocemos que sobre el tema de la gobernabilidad existen diversas posturas, la que asumimos aquí es la versión según la cual la ingobernabilidad está asociada a tres factores: (a) erosión de la autoridad; (b) sobrecarga del gobierno; y (c) intensificación de la competencia política. Estos fueron los aspectos que destacó la Comisión Trilateral, en 1975, en su Informe sobre la Gobernabilidad…En el presente ensayo, esa lectura de la gobernabilidad es pertinente, puesto que de lo que se trata es de reflexionar sobre el impacto social –es decir, sobre la sociedad— de la crisis financiera mundial. Y es que las formas cómo las sociedades puedan reaccionar ante ese impacto abre las puertas a situaciones posibles de ingobernabilidad, esto es, a la emergencia de demandas sociales que desborden la capacidad de los Estados para darles respuesta” (González, 2010).
Es decir, según el estudio citado, la crisis financiera mundial abrió las puertas a situaciones posibles de ingobernabilidad. Pero esa posibilidad la amarró a otros factores que en el nuevo siglo, y para el caso de Centroamérica, estarían generando dificultades para la gobernabilidad.
“En el caso de Centroamérica… es indiscutible que existen actualmente otros factores de ingobernabilidad: por ejemplo, el crimen organizado, las mafias nacionales y regionales y las pandillas… Insistimos: es muy probable que existan otros factores que desafíen la gobernabilidad en Centroamérica, pero aquí nos interesan básicamente los que guardan relación con el impacto social de la crisis. Y es en ese marco en el que situamos las ideas que siguen a continuación, en torno al “rupturismo social” (González, 2010).
El impacto de la crisis financiera, a juicio del autor del estudio que comentamos, creó situaciones de “ruptura social” que fueron las que dieron la pauta a situaciones posibles de ingobernabilidad. Y ello porque como anota Andrés Benavente:
En el contexto de la crisis económica, “se presentan agudos problemas sociales respecto de los cuales los gobiernos no son percibidos con capacidad para resolverlos, lo que afecta la capacidad de las instituciones. Esto da lugar a extendidas movilizaciones de protesta sin características ideológicas significativas que expresan más bien un estado de ánimo con mezcla de ira y frustración. Si los partidos políticos están afectados por una crisis de representatividad lo más probable es que se termine en una crisis de gobernabilidad” (Benavente, 2006).
Y así, “distintos países latinoamericanos desembocaron, en los años noventa y principios del 2000, en situaciones de ingobernabilidad en las cuales una crisis económica jugó un papel decisivo: por ejemplo, Ecuador (1997), Paraguay (1999), Perú (2001), Argentina (2001) y Bolivia (2003). Eso sucedió como culminación de movilizaciones sociales que, teñidas de prácticas violentas, no sólo desbordaron los cauces institucionales establecidos” (González, 2010), sino que pusieron de manifiesto la incapacidad de los gobiernos para “manejar de manera eficiente escenarios interactivos, procurando un equilibrio entre factores diversos y no pocas veces contrapuestos” (Martínez, s.f.).
Sin embargo, en su conjunto, los países centroamericanos y latinoamericanos pudieron resistir el impacto de la crisis sin padecer rupturas sociales que pusieran en vilo su estabilidad socio-política. Esto es lo que concluye González en su investigación:
“Definitivamente, la crisis financiera mundial tuvo un fuerte impacto económico en Centroamérica. Sin embargo, ese impacto no desencadenó respuestas sociales significativas que pusieran en vilo la estabilidad política de la región. Una serie de factores hizo de amortiguador de aquel impacto, frenando potenciales movimientos sociales de protesta que hubieran provocado un clima de ingobernabilidad en la línea del “rupturismo social”. Con todo, no puede darse por descontada esa estabilidad y por tanto, la gobernabilidad de la que gozan, en conjunto, los países de la región. Y es que las amenazas son muchas: violencia, crimen organizado, anomia, desarraigo y pobreza son, entre otros, elementos capaces de crear focos de inestabilidad que potencialmente pueden escapar (y en algunos casos ya lo hacen) del marco institucional, legal y coercitivo vigente, poniendo en jaque los ordenamientos estatales vigentes” (González, 2010).
Es decir, pese a que la gobernabilidad fue resguardada en el contexto de la crisis y sus secuelas, la ingobernabilidad siempre acecha en países en los cuales, como El Salvador, las desigualdades, la pobreza, la violencia y el deterioro de la convivencia siguen marcando sus rutas de desarrollo. Y, por tanto, la gobernabilidad sigue siendo un desafío, y no sólo como se dice en Proceso “una aspiración razonable” (Proceso, 2003).
Pero no cualquier gobernabilidad democrática, que “tiene una serie de supuestos que desbordan lo propiamente político, en tanto que competen al ámbito económico y social… la gobernabilidad exige el fortalecimiento institucional y en El Salvador hay todavía mucho camino que recorrer en ese sentido. Pero la gobernabilidad en democracia exige, además de un firme entramado institucional, un modelo económico que garantice a la mayoría de ciudadanos una vida digna y un modo de convivencia social en el que sea posible su participación activa y consciente en la defensa de sus derechos” (Proceso, 2003).
Suscribimos la visión que se ofrece en Proceso acerca de la gobernabilidad en una democracia, pero creemos conveniente añadir otros aspectos esenciales, entre los cuales destaca, en primer lugar, el quehacer de los gobiernos en pro de la gobernabilidad. Es decir, que esta última debe ser uno de los propósitos de gobernante “que pretenda asegurar la estabilidad de la sociedad, no a partir de la fuerza –lo que es propio del autoritarismo—, sino a partir del respeto de normas y criterios enmarcados en el Estado de derecho. La gobernabilidad democrática es algo a conseguir ahí donde no existe, y algo a consolidar ahí donde es incipiente” (González, 2018).
3. Requisitos de la gobernabilidad democrática
Ya sea que se la quiera construir o ya sea que se la quiera consolidar (o resguardar), la gobernabilidad debe enfrentar situaciones que serán más o menos difíciles dependiendo de los contextos sociales, culturales, políticos y económicos, pero que siempre estarán ahí como parte de la realidad histórica. Y sin un método adecuado los gobiernos no podrán cumplir con sus objetivos en pro de la gobernabilidad democrática. La experiencia histórica enseña que ese método descansa en el diálogo político, social y económico.
“Las dificultades que habrán de sortearse son distintas según la naturaleza de las sociedades, sus grupos de interés, sus conflictos, su historia y su cultura política. Ahora bien, sin importar el carácter de la sociedad en la que se busca impulsar una estilo de gobernabilidad democrática, existe un método (un mecanismo) que en las más diversas circunstancias históricas –sobre todo, en las más conflictivas— ha revelado sus potencialidades y capacidades para avanzar hacia aquélla: el diálogo no sólo político, sino también social y económico” (González, 2018). Y añade González:
“Lo que esas experiencias históricas también ponen de manifiesto es que para que el método del diálogo funcione (es decir, sea eficaz para la gobernabilidad democrática) se requiere de promotores del diálogo –es decir, de personalidades que hagan suya la causa del diálogo y la impulsen contra viento y marea— y actores (sociales, institucionales, políticos, empresariales) que hagan eco del esfuerzo de esas personalidades y se sumen a su promoción y puesta en práctica para resolver problemas que de otra manera se prolongarían interminablemente. O sea, que el método del diálogo para la gobernabilidad democrática puede ser eficaz para resolver problemas (sociales, económicos, políticos), siempre y cuando se cuente con personalidades (políticas, eclesiales, universitarias, diplomáticas) que lo promuevan y con actores sociales significativos que lo hagan suyo. Cuando esto sucede, se pueden superar situaciones dramáticas (como guerras civiles por ejemplo), que de otro modo no tendrían una solución beneficiosa para el conjunto de la sociedad” (González, 2018).
Los promotores del diálogo político, económico y social son claves para la gobernabilidad democrática. Sus empeños y liderazgo suelen ser decisivos para desentrampar situaciones difíciles, que de no ser encauzadas hacia una solución de consenso pueden traducirse en conflictos socio-políticos de envergadura que lleven a situaciones de abierta ingobernabilidad. Y, como señala González y para el caso de El Salvador, este país:
“ha contado con agentes de diálogo que en momentos ciertamente críticos supieron promover el método del diálogo como vía de solución para problemas de envergadura, lo cual no siempre, y en principio, les hizo ganar adhesiones, sino más bien todo lo contrario. Desde la Iglesia, un hombre de diálogo fue, sin duda alguna, Monseñor Oscar Romero; otro, Monseñor Arturo Rivera Damas; y un tercero, Ignacio Ellacuría. Tanto Rivera Damas como Ellacuría fueron decisivos para la gestación de un “espíritu” de diálogo cuando la guerra civil estaba en su apogeo. Del lado de la izquierda salvadoreña, una vez que se abrió paso la opción de la negociación para terminar con la guerra, destacan ---junto con los demás figuras que integraron las comisiones negociadoras del FMLN-FDR en las distintas etapas del proceso— Schafik Handal y Salvador Sánchez Cerén, cuyo liderazgo fue clave para llevar a buen término las negociaciones que culminaron el 16 de enero de 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz” (González, 2018).
Con todo, para asegurar la gobernabilidad democrática no basta con la implementación de un mecanismo de diálogo político, económico y social, sino que también se requiere que, desde los gobiernos, se elaboren, diseñen y ejecuten políticas públicas, o acciones estratégicas de igual alcance, que sean capaces de responder a las necesidades y demandas de los distintos sectores y actores de sus respectivas sociedades.
Esto supone caer en la cuenta que si bien uno de los ejes de la gobernabilidad es el Estado, el otro eje es la sociedad en toda su diversidad y problemáticas que la afecta. O sea, la sociedad no es un todo homogéneo, sino todo lo contrario: la heterogeneidad es lo más propio de ella. Y los sectores que la forman no sólo son diversos en sus condiciones materiales (acceso a recursos y bienestar) sino en sus intereses y capacidad de hacerlos sentir ante el aparato estatal.
De tal suerte que la gobernabilidad (o la ingobernabilidad) se juega en la manera cómo sea la interacción entre el Estado y los distintos grupos organizados o no de la sociedad que muchas veces plantean demandas y exigencias de carácter sectorial y no en función del bien común. Y esta es la principal obligación de los gobiernos y Estados en un orden democrático: buscar el bienestar colectivo o de la mayoría.
Para atender tanto demandas sectoriales (particulares) como demandas que van en pro del bien de la mayoría, los Estados y gobiernos deben contar una base financiera estable que le permitan dar una respuesta eficaz a aquéllas. De ahí que un elemento a tener en cuenta en el proceso de gobernabilidad es el económico, pues debe asegurarse que el déficit del sector público sea mínimo, el crecimiento económico sea sostenido, la inflación sea controlada, el porcentaje de desempleo sea tolerable y la política tributaria sea progresiva.
Otra característica de la gobernabilidad apunta a lo social: hablar de un país o región donde existe gobernabilidad es hablar de una realidad en la cual los niveles de acceso y calidad en los servicios básicos están garantizados de manera general por el Estado, donde la salud es accesible y de calidad, la educación es prioridad para el Estado y para la sociedad, y donde el medioambiente se protege y se conserva adecuadamente. Y claro está, no puede faltar el componente de participación ciudadana: para que exista gobernabilidad debe existir una participación real de la sociedad en la toma de decisiones, es decir, que los ciudadanos puedan participar no sólo por medio del voto, y delegar periódicamente el ejercicio del poder, sino que cuenten con espacios en los que sean escuchados y tomados en cuenta en el diseño de las políticas y acciones que les afectan.
Recapitulando, la gobernabilidad se asegura cuando se logra un cierto equilibrio y consenso entre esos actores diversos, lo cual exige a las autoridades públicas diseñar los mecanismos, las políticas y las acciones que atiendan a las necesidades, demandas y presiones de esos actores. Es decir, en materia de gobernabilidad la principal responsabilidad, aunque no exclusiva, recae en los Estados, principalmente en los Ejecutivos, desde los cuales deben emanar iniciativas y acciones políticas que aseguren la estabilidad (gobernabilidad) de las naciones. Obviamente, cuando se trata de una gobernabilidad democrática, las iniciativas de los gobiernos deben enmarcarse en las normas y exigencias del Estado Democrático Derecho, de modo que la estabilidad política no se consiga mediante imposiciones autoritarias.
No está demás resaltar que si bien es cierto que la gobernabilidad democrática es responsabilidad de los Estados y los gobiernos, los actores institucionales, gremiales, partidarios, sindicales, etc., pueden también contribuir a mantenerla o socavarla, lo cual dependerá de la forma cómo expresen y luchen por sus propios intereses. De donde se sigue que la gobernabilidad democrática se logra cuando los “arreglos” que se establecen entre el Estado-gobierno y el conjunto de actores nacionales se convierten en el cauce para la solución de las diferencias y conflictos de interés. Cuando esos arreglos no funcionan, tal como se desprende de la literatura especializada y de las experiencias históricas, los conflictos abiertos, en las calles y las plazas, estallan y los Estados-gobiernos se ven desbordados por los mismos. En estos escenarios, se asiste a una “crisis de gobernabilidad”, como las tenidas en América Latina en los años 50 y 60 del siglo XX, y en El Salvador en los años 70 de ese mismo siglo.
El indicador evidente de que hay ingobernabilidad es, precisamente, la existencia de conflictos socio-políticos, abiertos e inmanejables por los gobiernos. Lo contrario, la estabilidad, la inexistencia de desbordes socio políticos de envergadura indica que hay gobernabilidad, es decir, que los gobiernos enfrentan demandas y conflictos manejables.
Y si la estabilidad socio-política es un indicador macro de la gobernabilidad, las iniciativas y acciones de los gobiernos –políticas públicas, mecanismos de diálogo y consenso, mecanismos de participación— son indicadores de una gobernabilidad democrática propiciada por esas iniciativas y acciones.
4. Conclusión
Por lo anterior, las políticas de Estado y los pactos entre las fuerzas sociales y políticas, deben permitir que gobernabilidad y competencia por el poder dejen de ser incompatibles. No hay ninguna posibilidad de éxito, en la atención de los problemas de la pobreza, el deterioro social y la inseguridad si lo anterior no se resuelve y para que ello sea posible se necesita partidos y Estados fuertes.
Esto último supone superar la configuración institucional de países como El Salvador, en los cuales hay modelo burocrático establecido, que se alimenta del paradigma que fundamentó el diseño de las instituciones públicas, basado en una “racionalidad” para la eficiencia. Pero este “modelo” no se logró establecer cabalmente en las instituciones públicas, sino que dio paso a una “burocracia patrimonialista” cuyos vicios plantean la necesidad de modernizar la administración pública. En El Salvador, las dificultades que tiene la gobernabilidad democrática nacen, por un lado, en la incapacidad de sus instituciones y gobernantes para dar respuesta a una sobrecarga de demandas excesivas que plantea la ciudadanía, debido a una paulatina acumulación del deterioro de la calidad y nivel de vida de la mayoría de los ciudadanos; y, por otro, en los desafíos que plantean el crimen organizado y las pandillas al territorializar sus actividades criminales y disputarle al Estado el control legal y político de determinados territorios.
Referencias bibliográficas
Achard, D., Flores, M. (1997). Gobernabilidad: un reportaje de América Latina.
México, FCE.
Benavente U. A. (2006). “Estallidos sociales y escenarios de ingobernabilidad: consideraciones sobre el rupturismo social en América Latina”. Ponencia presentada en el Seminario Internacional “Objetivos Estratégicos del Hemisferio para la próxima década”. Marzo 2-4.
González, L. A. (2009). La democracia y sus exigencias. https://isd.org.sv/index.php/transparencia-y-participacion-ciudadana/85-isd/democracia/estudios-y-publicaciones/transparencia-y-participacion-ciudadana/444-la-democracia-y-sus-exigencias
González, L. A. (2010). “Crisis financiera mundial: su impacto social y político en Centroamérica”. file:///C:/Users/luisi/Downloads/Dialnet-CrisisFinancieraMundial-6520878.pdf
Martínez, J. L. (s.f). “De la crisis política a la crisis económica”. http://www.laondadigital.com/laonda/laonda/001-100/16/Peru%20de%20la%20crisis%20politica%20a%20la%20crisis%20economica.
Proceso (2003). “¿Cuál gobernabilidad democrática? http://www.uca.edu.sv/publica/proceso/proc1075.html
Luis Armando González
Docente investigador de la Universidad Nacional de El Salvador.
Mario García
Graduado de Instituto Universitario de Investigacion Ortega y Gasset. Maestria en Gobernabilidad Democratica y Alta Gerencia Pública,
Everardo Chicas
Graduado de Instituto Universitario de Investigacion Ortega y Gasset. Maestria en Gobernabilidad Democratica y Alta Gerencia Publica.